Sumido y
devastado por las perversas letanías de un olvido antiquísimo y, mientras la agonía
de un nuevo día marcaba la antesala de una pútrida rivera nocturna, intentaba
apaciguar temporalmente mis tormentos mediante ciertas tendencias cadavéricas
completamente marginadas de cualquier contexto de masividad cultural.
El desgaste
mental me había empujado hacia unos antros oscuros de la red habitados solo por
enfermos que buscaban un suplicio pasajero a sus incontrolables y desviados
impulsos. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, ya sea por error o por un atisbo
del mas mórbido destino, me encontré recorriendo los lúgubres pasillos de un
foro de canibalismo infantil. A partir de ahí comencé a comprender la horrida
naturaleza de mi turbia sexualidad.
Mientras abría
aquella galería por la que desfilaban las mutilaciones mas atroces sobre unos
infantes que, sometidos al mas infinito dolor, no podían comprender la morbosa
satisfacción que desdibujaba las facciones del torturador, una incesante e
intensa erección de mi miembro viril comenzó a dominarme por completo. Era tal
el gobierno casi absoluto ejercido por el aparato genital sobre el resto de mi
cuerpo, que todas mis acciones obedecían exclusivamente a los intentos de una permanente
masturbación ante la exposición del sufrimiento y el desgarro carnal que
emanaba de las extremidades separadas brutalmente de esos cuerpitos inocentes.
Los rasgos patológicos
de mi escasa salud mental, la falta de contención profesional y el
confinamiento constante al pozo de una devastadora sintomatología obsesiva en
el que debía revolcarme todos los días, se desvanecían por completo ante la efímera
invasión de ese frenesí sexual que tanto anhelaba pero que todo el entorno
enfermizo me lo negaba.
Mi derruida
situación mental hacia que todos los intentos por salir de aquel vicio
incontrolable sean frustrados, reforzando así mi dependencia psicológica de la
tortura infantil.